jueves, 17 de marzo de 2011

HACERSE RESPONSABLE

1. Disponibilidad
2. El reto
3. La responsabilidad de vivir en un universo misterioso
5.
4. Creer y deber creer




Cuando un hombre decide hacer algo, debe ir hasta el fin, pero debe aceptar responsabilidad por lo que hace. Hagas lo que hagas, primero debes saber por qué lo haces, y luego seguir adelante con tus acciones sin tener dudas ni remordimientos acerca de ellas.

La mayoría de las personas pasan de un acto a otro sin alterarse ni pensar. Por el contrario, un cazador juzga cada acto y, puesto que tiene la perfecta certeza de su muerte, lo ejecuta juiciosamente. Es perfectamente natural que su último acto sobre la tierra sea lo mejor de él mismo. Así es como obtiene al placer. Eso le embota el espanto.

El hombre corriente, rutinario, no es de hecho más que un títere que sólo hace lo que se le impone: el guerrero, el cazador de poder, rehusa dejarse llevar: de esta manera decide él. Como no desea nada, pues se considera ya como muerto, no puede ser el juguete de imperativos exteriores: está ante todo despierto, vigilante. El hombre corriente podría ser comparado con un viajero adormecido que va, sin apercibirse, de estación en estación: la estación término es la muerte, y él no habrá tenido placer ninguno en el viaje.

El guerrero, siempre en el sendero de la guerra, debe pues estar siempre al máximo de su potencia: nada puede tomarle débil, tímido ni indeciso, y ello por las razones expuestas: totalmente ajeno al mundo de sus semejantes pues, como quiera que no es esclavo de nada ni de nadie (un rey, incluso tiránico, es el esclavo de sus súbditos y de su celebridad; también de sus antepasados), no busca más que una cosa: la eficacia impersonal, no con miras a una codicia cualquiera, sino con miras a un poder que no pretende penetrar los misterios si no es para servirse sirviéndolo. Es así que habiendo realizado su unidad, él no pierde su tiempo en vanas indecisiones; poco importa lo que hace, pero lo que hace lo realiza plenamente, porque esta obra, sea la que sea, es su último combate sobre la tierra. Y este último combate sobre la tierra es también un reto. Los hombres, dice Don Juan, consideran las cosas ya como una bendición, ya como una maldición; el guerrero las toma como un reto.



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Disponibilidad

El cazador no está disponible, y esto significa para Don Juan que evita deliberadamente cansarse y cansar a los demás. Nada ajeno puede turbarle o atraerle, porque el guerrero, haga lo que haga, posee una intención inflexible. Esta indisponibilidad es, pues, ante todo estratégica, como todo lo que hace el guerrero-cazador. Y esta indisponibilidad viene de que él no deforma su mundo presionándolo. El cazador es lo contrario del hombre corriente, glotón, sentimental, egoísta y explotador. El cazador no hace más que rozar su mundo, y se va rápidamente dejando apenas huella de su paso. De esta manera, el arte del cazador es el hacerse inaccesible, es decir, el tocar el mundo circundante con sobriedad. Y esta inaccesibilidad nada tiene que ver con la soledad del eremita. Si no hace más que esconderse no servirá de nada; sustraerse a los demás es, ante todo, sustraerse a si mismo. El eremita de las religiones cumple de hecho una función social. Todos saben que es un ermitaño y, en primer lugar, lo sabe él mismo. Lo eremítico forma parte de su historia personal, pues para él es una rutina. El guerrero no se sustrae materialmente a su mundo, sino que utiliza su mundo con frugalidad y ternura. Un cazador está en íntima relación con su mundo y, sin embargo, permanece inaccesible a este mismo mundo.

Es uno de los animales sin rutinas, dice Don Juan, y eso les hace mágicos. El guerrero, como el animal, deviene mágico, es decir, dotado de poder y de imprevisibilidad, pues ya no tiene rutinas cuando borra su historia personal. Y así, el guerrero y el animal mágico no pueden ser presa de nadie: por eso Castaneda se persuade de que Don Juan hace de él un cazador, pues todos obramos a la manera de las presas que perseguimos... un cazador que sabe esto no tiene más que una idea en la cabeza: no ser una presa.

El reto

La vida del guerrero es un reto perpetuo.
Si el iniciado es nombrado guerrero, es que no conoce la paz; pero, sin embargo, no tiene ninguna inquietud. Es alguien que no exige ni espera nada de nadie. También es alguien que persigue el poder: de hecho, con quien combate no es con sus enemigos, ni con nada; es con el Poder, que le puede destrozar en cualquier momento, y frente a él debe mostrarse implacable. El guerrero corriente, el hombre que guerrea contra otros hombres, puede adoptar actitudes diferentes: puede escoger el heroísmo, es decir la consagración por las gentes de su bando, la muerte probable por una abstracción imbécil que se denomina gloria; o puede elegir la huida, la cobardía, es decir, la sumisión de hecho al adversario; también puede batirse de manera impersonal, como algunos guerreros de las grandes Epopeyas: el adversario ya no es entonces un enemigo, ni un Señor que nos derrota de antemano, sino el medio de actuar de manera acorde con su naturaleza de hombre. El verdadero guerrero no puede amar el heroísmo, pues aquel que se somete a la opinión no es más que un hechicero negro; el combate que libra es su combate (no posee ningún otro) y nada le puede desviar, cualquiera que sea el resultado. Y no se lanza ciegamente al peligro, pues aunque para él la muerte no tiene ninguna importancia, su deber es sobrevivir, aunque no como una rata. En efecto, él no se abandona a nada, ni a su propia muerte. Su vigilancia debe ser total, no se permite ningún abandono. Actúa en todo estratégicamente, sin la preocupación por ganar o perder, siendo sus únicas inquietudes las exigencias del acto puro. Y aquel que no se preocupa por la victoria o la derrota es ciertamente el más temible adversario, pues nada impide el despliegue de su estrategia.

Pero el guerrero puede también elegir la huida, dice Don Juan, si sabe que no puede enfrentarse: de esta manera no puede caer en la trampa, ya que caer en una trampa es abandonarse. Sin embargo, la huida sólo puede ser estratégica, pues lo que el guerrero debe vencer es el miedo. Incluso dominado totalmente por el miedo, no debe detenerse. Se trata de soslayar la trampa, y no de detener la búsqueda a causa del espanto que se pueda sentir. El guerrero no se abandona ni a la imprudencia ni al miedo, frutos ambos de la vanidad.

En él todo debe ser decisión lúcida. Decidir no significa elegir cualquier momento. Decidir significa que has puesto en orden tu espíritu de manera impecable y que haces lo imposible por merecer el conocimiento y el poder.

Lo que quiera que escoja, siempre considerará honestamente la situación: no se malgastará, y dejará siempre que su sentimiento decida su actitud. Lo que quiera que haga, será siempre con conocimiento de causa, sin tener otra preocupación que la de dar poder a sus actos dotados de poder, la de acumular poder personal. Se ha de hacer de modo que cada acto realizado cuente, pues poco es el tiempo que vas a permanecer en esta tierra...

Carlos Castaneda se presenta como un hombre tímido e indeciso, un hombre que tiene tiempo, que se cree eterno, y que despilfarra pues su tiempo en lamentarse, dudar, tener remordimientos. También Don Juan le dice categóricamente: Sólo existe en ti una cosa mala; crees que tienes la eternidad ante tí. Y subraya más tarde lo absurdo del lamento: Un guerrero, dice, no puede querer estar en otra parte, pues considera cada cosa como un reto; y un hombre corriente tampoco, porque no sabe dónde le golpeará la muerte.

Considerar cada acto como un reto consiste, de hecho, en darle la misma importancia. Los retos no pueden en verdad ser buenos o malos. Los retos son simplemente retos. Aquel que, por el contrario, considera que unos actos son más importantes que otros, es solicitado por un combate que no es el suyo; él se entrega de hecho a su razón, a lo que se le ha enseñado. Pero aquel que está en relación directa con el universo sabe que el universo -el poder- se le presenta de mil maneras, y no puede privilegiar ninguna. Todo acto eficaz demanda la toma de conciencia de una responsabilidad, puesto que no hay nada más en qué apoyarse; y esta responsabilidad no es motivo de jeremiadas; la apuesta es demasiado grave, ya que se trata de nuestra propia muerte.

El reto es, así, lo contrario de la disponibilidad: ésta es abandono, mientras que el reto es elección. El hombre disponible se deja engullir por todo lo que le sale al paso; el reto hace del guerrero un hombre difícil de engañar y que considera todo como un misterio que hay que tratar con lucidez, prudencia y energía.

Considerar cada cosa como un reto es, aceptar las cosas como vienen, sin imposición intencionada.

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La responsabilidad de vivir en un universo misterioso

Estamos, pues, en presencia de una purificación radical del hombre. Tratar de obtener la perfección del guerrero es la única tarea digna de nuestra dimensión humana. No decidirse, dice Don Juan, es de hecho buscar la muerte, lo cual equivale a no buscar nada, pues la muerte se nos llevará de todas maneras. El hombre que cree poseer todo su tiempo, toda la eternidad -poco importa que no lo crea racionalmente, si actúa en consecuencia- agota rápidamente su poder por las exigencias de los demás. Para él, el mundo es la descripción que se le ha proporcionado. Modela su imagen de acuerdo a arquetipos a los que está supeditado. Pierde necesariamente sus propios combates, y los combates que gana son los ajenos. El guerrero ya no es reflejo de nada. Debe ser tan misterioso como el misterio que lo envuelve, puesto que las definiciones dadas no son sino el retrato de un mundo artificial.

Abriéndose al poder del que nada puede saber -y veremos en la segunda parte que sólo se abre al poder cuando busca no saber nada- no debe limitar en absoluto la intrusión de esas fuerzas misteriosas en él; a ello se debe que haya de ser lo más fuerte y lo menos disponible posible, para afrontar esas espantosas fuerzas sin morir. La debilidad no es sino la disponibilidad para los demás; la fuerza es disponibilidad para el poder, luego indisponibilidad para la descripción del mundo inculcada.

La razón nos dice que el universo es cognoscible; que en realidad es independiente de nuestra percepción, provisto de existencia en sí, y al que nuestra percepción está más o menos adecuada: si ésta es aproximativa, la razón, en su esfuerzo perseverante, reducirá este margen. Inclusive los sistemas idealistas no lo niegan apenas.

El hombre que no es esclavo de su razón tiene perfecta conciencia de lo contrario: el universo es desde siempre incognoscible, totalmente misterioso, y esto no es asunto de razón, sino de Sentimiento.

Carlos Castaneda se lamenta a Don Juan de no haber podido ser artista, y Don Juan le responde: Porque tú nunca has aceptado la responsabilidad de vivir en un universo inconmensurable.

El verdadero arte depende en realidad del sentimiento (no del sentimentalismo) y por ello los auténticos artistas están más cercanos al guerrero que los hombres corrientes. No es arte lo que no es emocional (y no veleidoso) y esta emoción da cuenta de un misterio, cualquiera que sean los nombres con que se disfrace. El misterio es siempre total y se alza, magnífico más allá de toda expresión, espantoso, tras la película confortable, pero esclavizaste, de la representación social racional. Las fuerzas, las vibraciones, las ondas, son aprehendidas de distinta forma que las ideas, que son una invención humana.

Y esto debería estar muy claro para todos, pues nadie, sean cuales sean sus pretensiones, sabe nada de su propia muerte.

Creer y deber creer

Creer es conceder importancia. Creer en la representación del mundo, o de Dios, o de lo que sea (poco importa el objeto; sólo el acto de creer importa), es abandonarse, ser atrapado por una seducción falaz.

Por eso el guerrero no tiene ninguna creencia, ni el hombre se hace guerrero hasta haber desterrado toda creencia. El ateísmo no es más que una broma, pues es una creencia absurda como el teísmo. Siendo el universo misterioso, absolutamente incognoscible, ninguna representación puede ser fiable, ni siquiera la de los Hechiceros, como veremos más adelante. La creencia en un abandonarse a una representación cualquiera, por tanto, es disponibilidad. Siendo el guerrero indisponible no puede creer, y para hacerse indisponible frente a sus semejantes, no cree. Entonces es cuando se hace disponible para el Poder, que es el misterio total.

Se podría objetar que el guerrero, al menos, cree que el universo es misterioso y que lo que persigue y lo que le persigue es el poder. Responderíamos que para llegar a esta evidencia deberá haber suprimido la importancia de su razón, y no creer, pues, en nada preciso. Ninguna definición debe haber hecho presa en él. Así pues, el guerrero no cree, sino que debe creer.

Es en México, poco antes de la iniciación definitiva, donde Don Juan introduce esta distinción fundamental. Castaneda le cuenta la historia de dos gatos a quienes una de sus amigas quería matar. Mientras llevaba a uno al dispensario, el otro se salvó. Y Castaneda se identificó con este gato doméstico que había recobrado su espíritu, su instinto de gato. Don Juan le dice que deber creer implica que se valga de todo lo que ocurra, es decir, que Castaneda no deje de considerar la historia del otro gato, aquel que ha ido confiadamente a la muerte. En tanto que guerrero, tú no puedes creer sin más en cualquier cosa; un guerrero considera todas las posibilidades, y después elige creer según su "más profunda predilección".

De esta manera, Carlos Castaneda, en tanto que guerrero, debe creer que el gato no solamente se ha salvado sino que además ha mantenido su poder. Y Don Juan añade: Digamos que sin esta creencia tú no posees nada.

Puede decirse, pues, que creer y deber creer son dos actitudes opuestas. El hombre corriente cree; le es impuesto. Cree en la descripción del mundo dictado, y de esta creencia nace la noción de realidad. El mundo de los hombres corrientes suscita, impone y exige la creencia. Así como la no-creencia en los dogmas arroja del seno de la Iglesia, la no creencia en la descripción del mundo arroja del seno de toda sociedad. Y esto es lo que busca el guerrero. Así pues, la creencia es la solicitación de un confort ciego: un guerrero no puede dejarse persuadir por una autosugestión cualquiera; eso es un grave abandono. El optimismo no puede entrar en su mundo. Se podría decir que es fundamentalmente pesimista, pero sólo hasta cierto punto: el gato bien podría haber muerto pronto, de hambre o devorado por las ratas; Castaneda, pretendiendo su iniciación, bien podría ir indiferente hacia la muerte, como el otro gato. Todo puede ser muerte, trampa y engaño; el universo es espantoso, y el guerrero jamás se instala en un confort cualquiera, confort que le entrega atado de pies y manos a la muerte no escogida. Todas las manifestaciones sociales, que son otros tantos prestigios, trampas, no pueden interesar al guerrero. Su lucidez traspasa inmediatamente la envoltura falaz del mundo de los hechiceros negros. Y, sin embargo, actúa; debe desterrar toda indecisión. Por eso debe creer, es decir, expresar su más profunda predilección. Creer es un acto racional y sentimental; deber creer emana de la Voluntad. El guerrero suprime toda razón de creer: expresa así su preferencia y la deja emanar de sí mismo. Ante su muerte inminente, de la que no tiene conciencia hasta que rehusa abandonarse, lo mejor de sí mismo se le revela, le hace actuar sin ninguna indecisión, con toda certeza. Porque el guerrero no deposita su certeza en el rostro de sus vecinos. El hombre corriente no está seguro hasta que una opinión general le reafirma. Lo que piensa, dice, hace, le es dictado por sus semejantes. La locura le embargaría si le faltase ese apoyo; entonces cambia de opinión, se pone en ridículo. Incluso si su actitud es original hace falta que su razón, ramificación de la Razón de la sociedad, la apruebe, y siempre busca el asentimiento de alguien: el guerrero se burla.

Ni siguiera después de diez años de aprendizaje puede Castaneda aceptar los actos de los hechiceros, pues está demasiado acostumbrado a otra representación: se aferra a su razón como un cura a su crucifijo, y esto es difícil de vencer. La razón es la meretriz en cuyos brazos se refugia el hombre, a pesar de los malos tratos que ha recibido, cuando el mundo maravilloso y sin fondo de la libertad se le revela. El hechicero, acosado por su muerte y por su espantosa lucidez, rehusando aferrarse a nada, sólo tiene el desahogo de actuar sin referencia, sin creer en nada, como un hombre reducido a su instinto que debe salvar la vida. Tú verás de lo que somos capaces cuando estamos acorralados, le dice Don Juan. Todo el aprendizaje de Castaneda consiste en estar encerrado en un corral con una única puerta de salida. Todas las salidas están cerradas excepto una, la del Poder. Así es como el guerrero no cree en nada, pero debe creer.

La no creencia le hace actuar con un raro distanciamiento: Hace falta que borres todo lo que te rodea hasta que nada tenga certeza alguna, ninguna realidad. Y Don Juan felicita a Castaneda por cualquiera de sus hazañas de guerrero: Has conservado un control y una distancia raras, como deben hacerlo los guerreros; no crees nada, pero, al menos, has actuado con eficacia. De hecho, el no creer es controlarse. Para ser eficaz, para tener respeto al poder, es necesario no creer en lo que se hace para no descuidar nuestra vigilancia.

Mientras que el sectario, confrontado con lo inhabitual, hace como si no hubiera pasado nada, el hombre celoso acepta cualquier cosa según las apariencias, y el imbécil, no pudiendo aceptar ni despreciar, se obsesiona, un guerrero dice Don Juan actúa como si nada hubiera ocurrido, porque no cree en nada, aunque acepta las cosas tal como se presentan. Acepta sin aceptar y desprecia sin despreciar. No tiene el sentimiento de saber, pero tampoco se siente como si nada hubiera llegado. Actúa como si controlase la situación, aunque esté temblando. El actúa así hace desaparecer la obsesión.

Y del guerrero, el incrédulo radical, debe brotar ese deber creer más fuerte que toda creencia: que el mundo es misterioso e insondable. He ahí la expresión de la más profunda predilección del guerrero. Sin ella, no le queda nada.

Por la incredulidad se ha derrumbado el mundo familiar, confortable y doméstico, para surgir el mundo misterioso e insondable, espantoso y magnífico. Así pues, deber creer es la única certidumbre que tiene el guerrero, que sólo la merece cuando en ella ha puesto toda su vida, sin posibilidad de retirada o de variación. Se puede creer o no creer en Dios o en cualquier cosa por el estilo, pues tenemos nociones intercambiables dentro del marco racional. Pero deber creer es una operación vital frente a la cual la razón debe ceder. La más profunda predilección es lo contrario del abandono, de la inclinación natural, es la única elección verdadera, no del orden del deseo, sino del de la voluntad.

Algunos guerreros, dice Don Juan, buscan la muerte: el desapego y la indiferencia son absolutos tanto si está muerto como si actúa como si estuviese muerto, pues ya no desea nada. Pero si la muerte es elegida, será necesariamente su más íntima predilección. Por el contrario, un guerrero no es jamás nihilista, pues nada ha de reprochar a ningún estado de hecho. El nihilismo es la reacción sentimental de quienes se imaginan que el mundo tiene una explicación, y, no estando ya satisfechos con esta explicación, caen en la desesperanza. No son más que niños desconsolados al descubrir que Papá Noel no existe y que los mayores son ruines.

Nunca el guerrero se complace en la amargura, como, por otra parte, tampoco se complace en la alegría: reventar de alegría es la manera más miserable de morir. Para el guerrero, todo lo que hacen los hombres no es más que locura.

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